Llegó el día que estaba evitando tanto tiempo que pasara. Cuando llegué del trabajo ella ya no estaba en casa. Se había marchado. Hice de todo para conseguir localizarla. Telefoneé a cualquier conocido suyo, a todos los hoteles más cercanos, y por fin. Habitación 316 de un motel barato de carretera.
Durantes muchas semanas y todas las noches, iba allí –a mirar cómo se sentaba a ver la televisión, cómo se desnudaba para ir a dormir -, desde un bordillo, fumándome mi habitual cigarro y con una botella de cerveza en la mano, siempre la misma; siempre deprimido. No me atrevía a tocar a la puerta y preguntar si se acordaba de mí. Quizá ya me había olvidado, en dos meses de dolor y desesperación, quizá no recordaba ni mi nombre.
Su móvil ya no existía, no podía hablar con ella sin que me vea la cara, y ese golpe en la puerta haría que la volviera a ver…
No sé de dónde saqué las fuerzas. Entré a la pequeña recepción y mal iluminada, con una larga mesa como recibidor y un recepcionista viejo y extrañamente simpático. Subía por la escalera principal, me temblaban las piernas. Toqué a la puerta y nadie abrió. Pero Elena estaba dentro.
* * *
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